lunes, 10 de febrero de 2014

50 momentos inolvidables

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Las 500 millas de Indianápolis
En medio de la algarabía, a Juan Pablo Montoya le pusieron una corona de flores en el pecho. Un montón de brazos querían cogerlo a la vez, pero él estiró su mano derecha y agarró la botella de leche, el símbolo para el campeón de las 500 millas de Indianápolis. Entonces brincó, bebió un primer sorbo -largo y profundo- y así cumplió con el tradicional rito. Minutos antes, tan pronto su auto rojo número 9 del equipo Target Chip Ganassi pasó de primero bajo la bandera ajedrezada, empuñó la misma mano para moverla de atrás hacia adelante con furia y felicidad. Ese día, el domingo 28 de mayo de 2000, Montoya lideró la prueba durante 167 vueltas y sintió una alegría parecida a la del británico Graham Hill, quien 33 años antes había sido el primer novato en ganarla. Después le agradeció a su equipo, se bajó del carro, le pasó la botella de leche a su papá, Pablo, y le ofreció sus brazos a la gente que se moría por celebrar con él.
No hubo necesidad de palabras. El lenguaje del fútbol lo decía todo. Iban a ser las ocho de la noche en Buenos Aires y de tanto silencio que había en las tribunas del estadio Monumental, se alcanzaban a escuchar, allá abajo en la cancha profanada, los gritos y las risas de 11 futbolistas colombianos que acababan de propinarle a la selección de Argentina la derrota más humillante de su historia: la del 5-0. De repente, el símbolo de aquella gesta, un rubio de pelo ensortijado y con el número 10 al que le decían "el Pibe", desbarató la montaña humana que se había formado y caminó hacia la entrada de los vestuarios. Le tocó devolverse y andar hasta el centro del campo porque, también de repente, los cerca de 70.000 aficionados argentinos se pusieron de pie y comenzaron a aplaudir. "El Pibe" levantó los brazos hacia el cielo en señal de agradecimiento y uno de los que aplaudían era nada menos que Diego Maradona. Vestido con la camiseta celeste y blanca y con una mueca de dolor en su cara, sus aplausos fueron fuertes y prolongados, con las mismas manos que cuatro días antes le habían servido para mostrar en la televisión que Argentina debía ganarle a Colombia, porque en el fútbol, según él, por historia y por presente estaba mucho más arriba. La gente seguía de pie y aplaudía sin parar, al mismo tiempo que los demás jugadores colombianos llegaban donde "el Pibe" e imitaban su gesto. Tras los aplausos, las tribunas del Monumental volvieron a quedar en silencio. Los argentinos salían como si acabaran de presenciar el entierro de su propia madre. En cambio, en un rinconcito del estadio, el del camerino colombiano, se improvisaba un festejo sin antecedentes.
El Tour de Francia-1985
Al comenzar el ascenso hacia Saint Ettiene, Luis Herrera partió del lote sin pena y sin  pedirle permiso al líder del pelotón, el francés Bernard Hinault. Es más, el colombiano le dijo: "Nos vemos en la meta". En el premio de montaña tenía una ventaja de 1 m 50 s sobre el grupo y comenzó a descender. En una curva cerrada se encontró con greda derretida y trató de esquivarla, pero ese esfuerzo lo llevó a perder el equilibro y a rodar por el asfalto. Rápidamente, Herrera se paró, se montó en su bicicleta y comenzó a pedalear. No se dio cuenta de que el arco superciliar izquierdo se le había roto. Solamente lo percibió cuando la sangre empezó a mojar su camiseta blanca con pepas rojas. "Eso me dio más valor", diría después "Lucho", que siguió pedaleando hasta llegar a la meta. Allí alzó los brazos en señal de triunfo y al bajarse de la bicicleta se lo llevaron al hospital. A Hinault no lo vio en la meta, como le dijo en plena carretera, sino en una camilla, a su lado, pues también sangraba, víctima de una caída.
El gol de Diego Aguirre
El "día de las brujas" de 1987 parecía ideal para que los "diablos rojos" del América  ganaran por fin la Copa Libertadores, después de dos intentos fallidos en 1985 y 1986. Jugaban en el estadio Nacional de Santiago de Chile frente a Peñarol y el partido iba 0-0, un marcador que les permitiría ser campeones. Iban 119 minutos y 55 segundos de juego. Sólo faltaban cinco segundos para alcanzar la gloria. Era cuestión de que el árbitro chileno Hernán Silva se metiera el silbato a la boca y listo. Sin embargo, en ese momento el uruguayo Daniel Vidal tomó un rebote y le metió un pase corto en el borde del área a Diego Aguirre, que enganchó hacia adentro, hizo una diagonal hacia el arco y mandó un remate de zurda, cruzado, que venció al arquero Julio Falcioni. Fue gol de Peñarol, el gol que en el último instante del torneo volvió a frustrar el sueño americano. Mientras Aguirre corrió como un poseído a celebrar, los "diablos rojos" del América sintieron que los acababan de mandar para el infierno.
Parecía que una pila de reflectores apuntaba hacia él. Camilo Villegas no gritó. Casi ni festejó. Segundos antes, el último de sus 265 golpes en cuatro días hizo que la bola recorriera menos de un metro para meterse en el hoyo 18 del campo del Cog Hill Golf and Country Club, en Lemont (Illinois, Estados Unidos). Él se quedó parado en el mismo sitio en el que hizo el tiro, miró hacia arriba y solamente levantó su puño derecho. No necesitaba muchas expresiones más para demostrar su alegría por el primer triunfo de un colombiano en un torneo del PGA Tour, el BMW Championship del 2008. Y se pudo haber quedado así todo el resto del día, hasta que su caddie, Gary Matthews, lo sacó del éxtasis solitario de la victoria con un fuerte abrazo. Ahí sí comenzó, en serio, el festejo de todos.
Pambelé  vs. Frazer
Antonio Cervantes, a quien conoció cuando compartieron habitación años atrás en Caracas, era el rival adecuado para el lucimiento del panameño Alfonso "Peppermint" Frazer en la defensa del campeonato welter junior de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB). "Kid Pambelé", como se apodaba al colombiano, era tosco. Así fue en nueve asaltos de una pelea pactada a 15. En el décimo, el palenquero descargó un arsenal ofensivo violento y se proclamó en el primer campeón mundial del boxeo colombiano. A Frazer lo tildaron de cobarde, pero Cervantes creció y llegó a ser el mejor del mundo, libra por libra. Años después, el panameño declaró una verdad: "La noche del 28 de octubre en Ciudad de Panamá nació un monstruo".

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